Cuando nevaba en Potrerillos, el campamento entero parecía transformarse. Las calles quedaban silenciosas bajo el manto blanco, y nosotros, los niños, sentíamos que el mundo era nuestro. Apenas la nieve caía sobre el arenal, corríamos con mis amigos de infancia, con las mejillas encendidas por el frío y la emoción. El colegio D N°4 quedaba a nuestras espaldas, como testigo de nuestras travesuras, mientras nos lanzábamos cerro abajo en cualquier cosa que pudiera deslizarse: carretas improvisadas de madera, bolsas negras arrugadas o incluso viejos latones que encontrábamos en las casas.
Nada importaba, ni el frío, ni los guantes mojados, ni las caídas que nos dejaban llenos de nieve. Lo único que contaba era reír, sentir la velocidad, escuchar nuestras carcajadas mezcladas con el crujir del hielo y vernos libres, cómplices de una niñez que hoy parece un regalo.
Ahora, al cerrar los ojos, aún puedo escuchar esas voces de mis amigos, ver sus sonrisas brillando en medio del blanco de la cordillera, y sentir que, aunque el tiempo haya pasado, la nieve de Potrerillos sigue viva dentro de mí. Esa nieve no era solo invierno, era magia, era unión, era la certeza de que fuimos felices en un lugar único.